martes, 28 de julio de 2009
De CIEGOS y MUDOS
Julio del año mil novecientos tormenta y tempestad. Seis de la tarde y un frío de esos que congelan los huesos. Escapé de casa hacia el centro de la ciudad para perderme entre la multitud; sentirme diminuta y desprotegida, como en casa. Sólo que afuera se olvida más rápido.
En la plaza principal me senté en un banco, tan deteriorado como el comienzo de mi día. Al principio dudé, pero ese asiento era el único capaz de entenderme, así que decidí acompañarlo. Junto con un par de cigarrillos y otros de más, pasaron unos cuantos minutos de silencio absoluto. La gente iba y venía, nadie se detenía, todos reían, todos estaban serios, algunos gritaban, pero a pesar de eso, todo se mantenía en silencio,
Todo en silencio hasta que un pequeñísimo “tic-tic”, como de bastón, me interrumpió. Levanté mi cabeza y vi a una loca pareja sentarse en un banco enfrente de mí. Un chico de pequeña estatura y caminar gracioso, acompañaba a una muchacha de peculiar vestimenta y cabellos que me hacían reír; no sé por qué, pero me alegraba verlos pasar.
Cuando comencé a mirar detalladamente, pude observar que ella era ciega. Él la ayudaba a caminar en silencio; se sentaron en silencio. Ella, ciega, él, mudo. En algo así como un accidente intencional, quedaron presos de su nueva realidad. Aún no puedo entender cómo se comunicaban, pero reían, lloraban, hablaban con el alma.
Lo que más impresión produjo en mí fueron los intentos de cada uno por sanar al otro: él quería devolverle la vista y ella el habla, y por momentos parecían lograrlo, pero no. Aunque eso no importaba demasiado, ellos volvían a reír, a llorar y a hablar con el alma.
Con los ojos quietos en un solo lugar, ella le confesaba a su amigo la necesidad de volver a ver, se sentía derrotada y sin fuerzas para poder luchar. Él, me costaba descifrar cómo, le explicaba sus ganas de gritar, de hablar, de expresarse de la manera más añorada. Pero lo que más me impactó fue que yo podía entenderlos.
Luego de una larga y extraña conversación, se prometieron salir adelante y para eso se ayudarían hasta el cansancio.
Miré mi reloj y ciertas agujas me señalaban el camino a casa. Llegué y pesadamente me recosté, durante varias horas no quise atender llamadas ni hablar con nadie, los amigos de la plaza me tenían casi sin pestañear, sólo podía pensar en ellos.
Al poco tiempo volví a la misma plaza, a la misma hora y me ubiqué en el banco más deteriorado del lugar. De repente, pude distinguir a lo lejos dos figuras que me resultaban familiares. Por el cabello alocado me di cuenta de que era ella. Por su gracioso caminar, era él. Ella caminaba sin bastón, mirando todo lo que se encontraba a su alrededor, libre, plena; había recuperado la visión. Su felicidad, casi completa, su amigo aún no podía hablar.
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A terminar de leer se me pararon los pelitos de los brazos... que historia!
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